domingo, 9 de diciembre de 2012



Cooperativa e I.A.T.: una relación controvertida

¿Los Institutos ayudan o entorpecen a las Cooperativas? Planteada así esta pregunta parecerá una herejía a aquellos cooperativistas que han tenido una relación constructiva con su I.A.T., mientras que otros, que han vivido la experiencia contraria, se afiliarán socarronamente a la tesis del estorbo. Pues ni blanco ni negro, sino una
amplísima gama de matices que dependen, sobre todo, de cuán claramente definen y asumen sus roles respectivos y su relación recíproca, Cooperativa e I.A.T. Esta nota pretende, remontándose a los orígenes del cooperativismo de vivienda y los motivos que llevaron a crear los I.A.T. para terminar describiendo situaciones bien actuales, mostrar cómo la imprescindible conjunción de esfuerzos entre cooperativas y técnicos asesores puede devenir en fracaso si no se dan esas condiciones.

El nacimiento de los I.A.T.

Una  de  las  innovaciones  más  importantes  que  introdujo  la  Ley  de  Vivienda  de  1968 (13.728),  fue  sin  duda  la  institucionalización  del cooperativismo  como sistema de producción de vivienda.  Lo  que  hasta  entonces  existía  solamente  como  experiencias  piloto  (los  programas pioneros  de  Isla  Mala,  Salto  y  Fray  Bentos)  pasó  a  tener  un  marco  jurídico  y  una  línea  de financiamiento que crearon las bases de un formidable desarrollo.

En pocos meses, prácticamente desde la nada y contando solamente con la experiencia que habían  generado  aquellos  programas  piloto  más  los  antecedentes  que  se  tenía  de  otros  países donde existían iniciativas de algún modo similares, debió armarse  todo un complejo andamiaje, sin
el cual no era posible que el nuevo sistema se pusiera en marcha. Debió traducirse entonces en decretos, reglamentaciones e instructivos lo que sólo existía en unas pocas cabezas: el principal impulsor  de  la  Ley,  desde  luego,  el  diputado  y  arquitecto  Juan  Pablo  Terra,  sus  más  cercanos colaboradores,  entre  los  cuales  el  Dr.  Oscar  Bruschera,  y  luego  el  primer  Director  Nacional  de Vivienda, el Arq. Ildefonso Arostegui, y el Sub-Director de ese período, el Dr. Luis Carlos Silveira.

Es que el sistema cooperativo era absolutamente nuevo, cosa que no sucedía con otros que también  se  incluían  en  la  Ley:  mientras  del  Sistema  Público  y  la  Promoción  Privada  existían antecedentes numerosos que sólo había que adaptar; mientras los Fondos Sociales ya tenían una Ley y un decreto reglamentario muy explícito, el cooperativismo, en cambio, estaba realmente en pañales. No es casualidad, por lo tanto, que de los decretos que reglamentaron la Ley de Vivienda
el más exhaustivo y extenso haya sido el 633/69, correspondiente al Capítulo X de la Ley, que tiene que ver con el sistema cooperativo.

La base jurídica

Una  de  las  principales  dificultades  que  debía  resolverse  era  cómo  lograr  que  grupos  de familias -que normalmente no tenían experiencia en construcción ni en la administración de una empresa- se transformaran, en un lapso muy corto, en verdaderas empresas constructoras de sus propias viviendas. Para resolver esta dificultad fue que se creó los Institutos de Asistencia Técnica (I.A.T.). La Ley los define como aquellos destinados a proporcionar al costo servicios jurídicos, de educación cooperativa, financieros, económicos y sociales a las cooperativas y otras entidades sin




fines de lucro, pudiendo incluir también los servicios técnicos de proyecto y dirección de obras. Y
agrega poca cosa más: las condiciones para otorgarles personería jurídica; los honorarios máximos que  pueden  percibir;  la  exigencia  de  que  no  pueden  generar  excedentes  (o  sea  que  los  IAT también son entidades sin fines de lucro), y las causales de pérdida de su personería: cobrar más que lo autorizado, insolvencia técnica ó realizar actividades contrarias a la finalidad cooperativa o a
los intereses de la misma.

El  Decreto  633/69  es  más  explícito:  comienza  reafirmando  la  definición  de  las  tareas  del Instituto  indicadas  por  la  Ley,  estableciendo  el  carácter  interdisciplinario  del  asesoramiento  y desarrolla luego los cometidos de su función, entre los cuales destacan: la organización del grupo humano; la formación en los principios del cooperativismo; la asistencia técnica en todas las etapas
del trámite y la construcción; la orientación en la adjudicación de las viviendas; la asistencia en las actividades de administración (planificación; organización; dirección, y control), y la asistencia para
la  conservación  del  patrimonio,  en  particular  de  las  viviendas  y  locales  comunes.  Más  adelante establece la forma y momento en que podrán cobrarse los honorarios correspondientes, (que no incluyen los gastos que generen las tareas a desarrollar) y prescribe que cuando ocurra alguno de
los casos de retiro de personería previstos por la ley “los integrantes del equipo técnico del instituto sancionado quedarán inhabilitados para integrar otros institutos de asistencia técnica”.

Sobre  estas  bases  y  muy  poco  más,  ha  funcionado  el  asesoramiento  técnico  a  las cooperativas de vivienda en estos últimos treinta años. Durante la dictadura se pretendió eliminar a
los institutos así como se pretendió eliminar a las cooperativas, pero con la vuelta de la democracia
fue   reconocida   la   necesidad   de   un   sistema   de   asesoramiento   técnico   al   cooperativismo, reimplantándose  la  vigencia  de  los  capítulos  correspondientes  de  la  ley.  Recién  en  1994,  con  el Decreto  327/94  y  el  año  pasado  en  el  presupuesto,  se  incorporaron  normas  que  ajustan  o complementan las disposiciones de 1969.

En  particular,  el  Decreto  327/94  establece  dos  categorías  de  servicios:  a)  los  que  deben prestarse obligatoriamente, que se detallan exhaustivamente, etapa por etapa y cuyo suministro queda  cubierto  por  el  honorario  del  7%  más  IVA  del  costo  total  de  las  obras  a  realizarse, excluyendo  de  éste  el  costo  del  terreno,  gastos  de  trámites,  tasas  de  conexión  y  los  propios honorarios y, b) los servicios llamados optativos, que el I.A.T. puede brindar mediante un contrato adicional  y  que  incluyen:  la  asistencia  jurídica  directa  en  trámites  judiciales  y  extrajudiciales;  la asistencia  notarial  para  escrituras  u  otros  trámites  distintos  del  préstamo;  la  elaboración  de “proyectos  especiales”  (sanitaria,  eléctrica,  estructura,  “cateos”);  los  trabajos  de  agrimensura, metrajes y tramitaciones especiales.

Para los servicios “optativos” el Decreto se remite a los aranceles de abogados y escribanos para  la  fijación  de  los  honorarios  correspondientes,  mientras  que  los  restantes  asesoramientos tienen, en su conjunto, un tope de honorarios del 2% del valor de las obras. El Decreto establece asimismo que los I.A.T. podrán cobrar cuotas como adelanto de honorarios, que se descontarán de
los pagos que correspondieran, lo que claramente apunta a permitir que se financien, aunque sea parcialmente, durante la larga etapa que va hasta la escritura del préstamo, momento en que el I.A.T. recibe el primer pago, correspondiente a la etapa de proyecto y solicitud de préstamo (el
40% restante se paga durante la ejecución de la obra, proporcionalmente al avance de ésta).

La ley de presupuesto del año 2000, por otra parte, introdujo una serie de disposiciones que tienden a fortalecer el control del M.V.O.T.M.A. sobre quienes actúan en el asesoramiento a grupos




sin fines de lucro que construyen con recursos del Fondo Nacional de Vivienda. Estas disposiciones,
solicitadas durante mucho tiempo por FUCVAM, apuntan no a los profesionales que honradamente desarrollan sus tareas sino a personajes inescrupulosos como el tristemente célebre Julián Pereyra, que  aprovechando  sus  contactos  con  el  sistema  político  ha  obtenido  numerosos  préstamos  del Estado  para  construir  viviendas  a  través  de  seudo-cooperativas,  lo  que  le  ha  permitido  hacerse millonario con el dinero de los cientos de familias a las que ha engañado.

Treinta años después

A treinta años de puesto en marcha el sistema y con muchos miles de viviendas construidas
por cooperativas de ayuda mutua, creemos que puede afirmarse que la existencia de los institutos
de asistencia técnica ha sido decisiva para que ello fuera posible. Pero también es cierto que ha habido fuertes conflictos entre cooperativas y técnicos asesores, algunos de los cuales han llegado incluso a la vía judicial. En nuestra opinión, que esos conflictos –que son naturales en una relación que en cierto modo implica una sociedad para arribar a un objetivo común: la construcción de las viviendas- puedan superarse depende en fundamental medida de un correcto posicionamiento de ambos actores, cooperativa e I.A.T., respecto de sus respectivas obligaciones y derechos.

La Ley de Vivienda define la ayuda mutua como “el trabajo comunitario aportado por los socios cooperadores para la construcción de los conjuntos colectivos y bajo la dirección técnica de
la cooperativa” (Art. 136 del Texto Ordenado); el rol de los Institutos a su vez queda claramente establecido  en  el  Art.  82  del  Decreto  833/69:  “proporcionar  (al  costo)  a  las  cooperativas  (...) servicios técnicos (...)”. O sea: la Cooperativa administra y gestiona, el I.A.T. asesora técnicamente.
Así  de  sencillo.  Mientras  esa  divisoria  de  aguas  se  respete,  la  sociedad  Cooperativa-Instituto
funcionará razonablemente bien; cuando alguno de los actores extralimite su rol –o no lo asuma cabalmente- habrá problemas.

Hay ejemplos muy claros y recientes de estas situaciones: de relaciones que funcionan bien
y   de   relaciones   que   funcionan   mal.   Como   siempre   se   aprende   mucho   de   los   errores, concentrémonos  en  éstos:  la  Cooperativa  “A”,  por  ejemplo,  tiene  tal  grado  de  pretendida autogestión, que su instituto asesor, “X”, no conoce las decisiones que aquélla toma, no sabe cuál
es el estado financiero del programa, llega siempre tarde –y eso significa que llega siempre mal- para opinar. En esa dinámica, la Cooperativa comienza comprando o aceptando la adjudicación de
un terreno sin el aval técnico del I.A.T. y termina adjudicando subcontratos claves sin consultarlo o tomando   decisiones   sobre   el   personal   contratado   sin   conocimiento   del   Instituto.   En  esas condiciones más valiera que “A” se ahorrara el 7% que le paga a “X” para hacer una tarea que la propia  Cooperativa  no  le  permite  hacer.  Y  que  “X”  asumiera  que  así  no  puede  cumplir  el
compromiso  referido  a  la  administración  de  los  recursos  y  el  éxito  del  programa  que  hiciera  al
firmar la escritura de préstamo junto con la Cooperativa.

En  el  otro  extremo,  la  Cooperativa  “B”  tiene  tal  grado  de  respeto  por  la  opinión  de  sus asesores, el Instituto “Y”, que olvida que la gestión es su responsabilidad, y simplemente avala sin analizarlas  las  propuestas  que  “Y”  le  hace,  o  directamente  le  delega  decisiones,  como  la contratación  del  capataz  y  el  administrador,  funcionarios  de  confianza  de  la  empresa  y  por consiguiente,  de  la  Cooperativa.         O  el  arquitecto  director  resuelve  directamente  con  el  Capataz temas que debieran ser discutidos por la Comisión de Obra y cuando la Cooperativa se percata, ya
se trata de hechos consumados que no tienen marcha atrás.




En los treinta años de experiencia cooperativa en el país, hay ejemplos de éstos y de los
otros.  Podríamos  ponerle  nombre  a  “A”  y  a  “B”,  a  “X”  y  a  “Y”  (y  quizá  los  lectores  ya  lo  están haciendo  mentalmente),  pero también podríamos citar –por suerte- numerosos casos de trabajo coordinado y conjunto entre cooperativas e institutos: no por casualidad, son los casos en que los programas han resultado más exitosos. Para que así sea, la cooperativa debe estar convencida de que el saber del Instituto es un aporte invalorable que le ayuda a tomar decisiones, y el Instituto a
su turno debe estar convencido que la autogestión es la clave del éxito de las cooperativas, y que para que haya autogestión su saber debe ser trasmitido y reelaborado, y no impuesto.

Y es en esas condiciones cuando los esfuerzos de unos y otros, cooperativistas y técnicos,
se  unen  para  sumar  y  con  ello  se  potencian.  Lo  que  no  quiere  decir  que  desaparezcan  los conflictos,  que  como  ya  dijimos  son  propios  de  la  naturaleza  humana  y  de  las  relaciones  entre grupos,  pero  que  cuando  se  dan  en  un  marco  de  objetivos  comunes,  no  solamente  encuentran solución sino que son los que sirven para avanzar. Porque la ausencia de conflictos, en definitiva,
no es otra cosa que un reflejo del sojuzgamiento de uno de los actores frente al otro.

En los ya varios cientos de cooperativas que se llevan construidas, miles de cooperativistas y cientos de técnicos han tenido oportunidad de realizar un fecundo trabajo, con diferentes estilos, metodologías, experiencias, hasta ideologías. Seguramente hay ya una base suficiente para realizar una gran síntesis de esa experiencia, que recoja los aciertos y los errores del pasado para construir
un mejor futuro. FUCVAM hace tiempo que persigue ese objetivo. No dudamos que en esa síntesis,
las reflexiones sobre este tema deberán tener un lugar importante.



Benjamín Nahoum

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